Qualityland.

Foto: Gaelia Smith.

Giramos en torno a la tecnología.

El mundo está conectado para ofrecernos un millón de posibilidades. Trabajamos conectados, estamos más cerca de los nuestros, desarrollamos nuevos talentos.

En Internet almacenamos parte de nuestra vida. El simple hecho de apretar un botón nos permite el acceso a un mundo virtual en el que desarrollamos una personalidad inventada. Nuestro yo, pero diferente.

Perfilamos nuestras vidas a gusto del consumidor.

Intensificamos esos aspectos en los que destacamos y renegamos de aquellos que nos hacen vulnerables. Creamos nuestro yo artificial.

No tenemos en cuenta la dependencia febril que podemos generar de algunas redes sociales, de esa necesidad imperiosa de los distintos likes, de los cientos de me gusta que regalamos para ser aceptados en la sociedad virtual.

Cualquier cosa que generemos en la red será criticada enormemente y con crudeza, pero lo aceptamos, porque necesitamos sentirnos parte de algo. Aunque ese algo sea de naturaleza efímera, rozando la mentira.

Sonrisas, relaciones, trabajo, todo está amasado y precocinado para mostrar nuestra mejor cara en las redes, para poder contar los seguidores, para que nos lean, para que seamos vistos.

Reconocimiento extremo.

Porque ya no se lleva pasar desapercibidos. Todo cuenta.

Marc-Uwe Kling en Qualityland nos ofrece la visión más extrema de las redes, basando la notoriedad que adquirimos en ellas para sobresalir en todos los aspectos de la vida. La pregunta relativa de qué sería de nosotros sin las conexiones, las compras compulsivas, las relaciones insustanciales, la tecnología.

Nos pone en la tesitura de pensar que la importancia de nuestras vidas resida única y exclusivamente en la red virtual y, si es así, qué necesidad tendríamos de seguir siendo nosotros mismos.

Sin duda, una distopía que puede hacernos ver, de una manera ID muy extrema, la evolución de las tecnologías en cuestiones de relaciones interpersonales.

¿Te atreves? Súbelo.