Con M de Mar.

Amor y muerte.

Dualidad constante en la existencia del ser humano. Nos da miedo el amor. Nos aterra encontrarnos cara a cara con la muerte. Pero convivimos con ella, intentando no hablar, intentando no tentarla. La ignoramos, pero sabemos que siempre estará ahí.

Es evidente que se ha ganado todas sus connotaciones negativas porque hablar de muerte es hablar de pérdida, de devastación. Es un punto y aparte de lo que obtuvimos para comenzar de cero, reconstruyendo lo que murió con la muerte.

Sin embargo, la otra cara de la moneda es la vida. El amor. Todo gira en torno a estas dos realidades. Amor, vida, vida y amor.

Nos imaginamos felices, completando nuestras carencias con las personas que orbitan a nuestro lado, necesitando de unos, aportándole a otros, pero siempre en constante movimiento.

Vida y amor equivalen a un movimiento continuo. Con la muerte todo para.

Blanco y negro.

Cuando buscamos el amor generamos nuestra mejor faceta para que no se nos escape entre los dedos, para causar esa buena impresión que hará, a su vez, de tarjeta de presentación. Porque nos da miedo mostrarnos tal y como somos.

Esa es la realidad.

El miedo es la realidad. El miedo a la pérdida, el miedo al rechazo. El miedo a lo desconocido.

El miedo.

Rosa Grau en Con M de Mar, nos muestra la cara más natural de la muerte reencarnada en la increíble Mar, una singular joven que intenta, aprovechando las vacaciones obtenidas en el inframundo, encontrar las satisfacciones que pueda aportarle la vida en todo su esplendor. Lo hará de la mano de Daniel, policía que acudirá a desentrañar un vil asesinato en una sucesión de acontecimientos tragicómicos por los que nos mostrarán la dualidad existencial.

La novela deja huella ya que es la historia que queremos vivir, la sensación que necesitamos, aquella que nos vuelve del revés aquellas concepciones trágicas sobre la pérdida, mostrándonos una alternativa divertida, grácil y conmovedora.

Como decían aquellos All you need is love, Rosa Grau ha sabido sacarle todo el partido a esta declaración de intenciones.

Increíble. Imparable. Sensacional.

El lagarto clueco.

La normalidad nos define como seres rutinarios que ejecutan siempre las mismas pautas y acciones en un momento y lugar determinado.

Es así. Somos animales de costumbres, desde la cuna, y esas costumbres están para hacernos sentir, de alguna manera, seguros y, para sabernos a salvo de los cambios ya que la resiliencia, como tal, nos viene a veces demasiado grande.

Porque con la rutina sabemos que todo lo que nos rodea se mantiene bajo nuestro control, manejamos las situaciones porque ya sabemos el camino que tomarán, sabemos qué contestar, qué opinar porque el hilo no se ha roto, sigue pendiente de nuestra psique. Sigue con nosotros.

Tememos perder el control.

Porque si perdemos el control ya no somos parte de nada. Todo queda en manos de la inesperada improvisación. Ya no hay vuelta atrás.

Imaginarnos cerca de la locura nos deja perdidos en el caos, es la perdición, lo malo que puede salir fuera de nosotros y que, además, aún no sabemos que existe.

Porque no nos conocemos lo suficiente para dejar la mano en el fuego, no sabemos hasta dónde podríamos llegar. Y sólo vislumbrar esa posibilidad quedamos a merced de la piedad, del ruego, de no dar un paso en falso, porque da miedo. Nos da miedo.

Nadie llega a conocerte tan bien para lograr llegar a esa profundidad tan oscura.

Porque no lo sabemos. Porque no lo entendemos.

Lola Quintana en El lagarto clueco nos deja a la intemperie esa incertidumbre de la enajenación, ese lugar turbio y dudoso de la cordura pensando en la dicotomía de hacer o no hacer, en el límite de esa acción siniestra.

Lola Quintana juega con las palabras porque son ellas mismas las que desencadenan el acto temido. Sólo hace falta la acción. Te arrojas al sentimiento maléfico y hallas la oscuridad latente, sin control, sin gestión. Sin arrepentimiento.

El lagarto clueco es una de esas novelas en la que el paisaje lanzaroteño nos descubre esas zonas áridas y desérticas. Inaccesibles. Esa zona volcánica del Timanfaya, de Fuerteventura, que nos traslada esa soledad y la intención de pérdida de la que tanto se nutren los personajes. Esa compañía sin serlo, esa verdad tan oscura.

El lenguaje dialectal, la vida de las arraigadas costumbres, las apariencias, la mentira de lo consciente. La temeridad. Este compendio es una parte importante de lo que encontraremos en sus líneas, sumido todo en una acción vertiginosa, de esas que te dejan pensar, de las que dejan huella.

¿Hacemos el viaje?