Qué me gustaba que mi padre me contase todas aquellas historias, realidad o ficción, de aquellos barcos enterrados en el triángulo de las Bermudas, de los tiburones asesinos que rondaban por las costas españolas, historias de cuando mi abuelo (su padre) se salvó de las aguas (Héroe del Baleares) siendo él aún muy jóven.
Me las contaba mientras andábamos por la playa, en verano, entre la arena mojada y el mar llegando a nuestros pies. Cuando paseábamos mi hermano y yo, con él, cerca de casa, mirando las vías del tren, esperando a que resurgiera en la lejanía.
Pero esas historias nos hacían pensar, imaginar muchos aspectos de la vida que, con la tierna edad de la inocencia, aún no podíamos alcanzar a comprender del todo. Pero nos gustaba. Queríamos una más, y otra, y otra.
Tener un padre, una madre, unos abuelos que te enseñen la pasión por la historia, las letras, la vida, la devoción por la cultura en sí, hace que, cuando tienes conciencia real del mundo, ese mundo se base en eso: en demostrar o en conocer si todas esas leyendas se dibujan en la realidad, o, si por el contrario, se quedan en una ficción entretenida. Historia. Ficción. Toda historia tiene su ficción. Toda ficción tiene su historia.
En el libro La Historiadora, su autora, Elisabeth Kostova, nos relata la pasión de un padre y su hija por desentrañar las leyendas y legados los cuales, a medida que van acercándose a su centro, estos se tornan realidad, una realidad macabra en la que Vlad, el Empalador cobra importancia, la Rumanía de entonces, las leyendas que ese personaje ficticio, Drácula, nos dejó en su momento, pero…. ¿y si fueran reales?