Hay un libro destinado a cada uno de nosotros. Uno que nos haga crecer. Desde mi blog te ayudaré a encontrar el tuyo mediante las críticas y reseñas de los libros que forman parte de mi biblioteca particular, de una forma clara y asequible. Sígueme.
¿Qué sería del mundo si no pudiéramos recordar? ¿Qué sería de nuestra familia, hijos, amigos?, ¿podríamos reconocerlos?
Y es que los recuerdos van trazando una línea imaginaria en nuestra vida que va moldeando nuestra existencia y la de los que nos rodean.
Pero los recuerdos están en el pasado. Ese pasado que ya no está presente, ese pasado que nos acompaña y que, a veces queremos que desaparezca y otras que nos acompañe hasta los últimos días.
Pero el pasado no nos define. El pasado son todos esos momentos que se guardan como experiencias, todas esas marcas que tenemos en el cuerpo que, aunque invisibles (algunas no tanto) nos hacen aprender para perfeccionar nuestra existencia y marcar un punto y aparte. Y seguir acumulando más y más.
Para vivir. Para seguir adelante, contigo.
En La tercera chica, Adrian Dresner nos hace cómplice de dos historias paralelas entrelazadas por detalles sutiles en donde las protagonistas tendrán que hacer todo lo posible para acceder a sus recuerdos y, así, salvar su vida, cada una a su manera.
Un thriller expectante donde notarás los miedos, las angustias de los personajes como tuyas propias. Y querrás ayudarlas, querrás recordar por ellas, pero no siempre será como lo pintan. ¿O si?
Cuando recuerdas ya no vives el presente, recuerda para cambiar lo que no quieras volver a repetir.
¿Cuánto cuesta la vida? ¿Qué valor damos a las cosas materiales?
Recuerdo una de las historias que nos contaba mi abuela Carmen a mí, a mis hermanos y mis primas, cuando, por desgracia, no había podido ir al colegio como sus hermanos porque en la casa había que ayudar y siendo tantos hermanos, ellas, las mujeres, debían ser las que aprendieran el oficio que antes era sólo de mujeres.
Y la guerra, cuando comenzaba la Guerra Civil, ella no tenía conciencia política pero sí que sabía que las guerras muestran el miedo, la angustia y la necesidad, y la peor cara de las personas. Y el ir corriendo a casa al ver a varios soldados uniformados por la calle, y tener que comer algarrobos porque ya no había nada, y el miedo, y de nuevo la angustia. Pero siguió adelante, y trabajó, y cantaba y vivió con todo lo vivido a su espalda siendo la madre, la abuela.
Y mi abuelo Agapito, galleguiño, ya no quería hablar de cuando navegaba, de cuando era el jefe de máquinas, de cuando naufragó el Baleares y tuvo que salvarse respetando a la muerte, de la guerra, de las medallas, de su traje, de su vida anterior a ser nuestro abuelo. Porque nosotros lo conocimos como ese abuelo entrañable y tranquilo y no como lo recuerda mi padre y mi tío. Pero siguió adelante como padre, como abuelo.
Porque la vida duele. Porque conseguir lo que uno ansía en la vida es costoso. Porque ahora también hay necesidades y no las vemos porque estamos envueltos en la pura sociedad del consumismo. Porque los logros sin dinero no son logros. Porque lo anterior ya nadie lo recuerda. Porque si no lo recordamos puede volver a pasar.
Porque es duro estudiar una licenciatura, haber cursado dos másters y que te denieguen un trabajo por tu condición política o por tu condición sexual. Porque es duro que aunque te mates a trabajar no consigas un sueldo mínimo para llevar una casa con dos hijos. Porque no debe ser normal que se alabe más al vago que al trabajador. Porque vale más la corrupción que la coherencia. Porque este mundo se nos va de las manos.
Porque ya se nos ha ido de las manos y seguimos sin darnos cuenta.
Y nosotros lo dejamos pasar porque primero está nuestra vida. Mientras que le pase al otro, yo estoy a salvo. ¡Pobre de él!, pero yo estoy bien. Y cuando te pase, ¿Quién luchará por ti?
Almudena Grandes en Los besos en el pan nos muestra con historias reales a personajes entrelazados preguntándonos en cada una de ellas cuánto cuesta levantarse cada día, cuánto vale la condición moral y ética cuando vamos a una. Nos muestra lo que de verdad vale la vida, la de nuestros padres, la de nuestros abuelos, la nuestra. Que la unión hace la fuerza. Que tú y yo juntas, somos invencibles.
Que si tú luchas, yo estaré a tu lado y mi hija y mi hijo aprenderán lo mismo porque eso es lo que vale la vida. Esos pequeños logros que hacen una marca en la historia. ¿Quieres escribirla conmigo?
Al vivir en sociedad estamos expuestos a los conflictos. Conflictos generados por uno mismo, por el grupo o por meras infundaciones. Y en un conflicto siempre interactúan los mismo actores: el agresor, el agredido y el grupo.
El agresor, por definirlo de alguna manera, es aquel que se gana el respeto por someter a todo su círculo a la tiranía de su poder, que no liderazgo. El agresor promulga seguridad en sí mismo, fortaleza y capacidad de dirigir a la multitud. Y, a la hora de la verdad, no tiene ninguna de estas cualidades. Sino, todo lo contrario.
El agredido es aquella persona que se ve sometido a la tiranía del agresor por demostrar debilidad hacia las situaciones conflictivas que va gestionando el agresor.
Y el grupo. El grupo son todos aquellos que, viendo la situación en la que están envueltos los actores anteriores, sólo miran, sin hacer nada al respecto. Teoría recogida de la mediación escolar para la gestión de conflictos en el aula. Y esta teoría es la base de toda relación humana.
En la sociedad siempre hay alguien que destaca o sobresale por la tiranía en sí misma, no por sus cualidades, que intenta promulgar una serie de derechos y deberes expuestos por su propia visión de la realidad y quien no acate sus reglas, será el centro de las agresiones, de las burlas y rumores que, a veces, llegan a afectar hasta consecuencias irreversibles. Pero toda esta situación está estimulada por el grupo de personas que, viendo ese caos que se genera alrededor de los protagonistas, no son capaces de actuar, ya sea en positivo o en negativo. Solo son meros espectadores de los hechos dramáticos.
Y muchas veces, aunque no nos guste, hemos o estamos formando parte del grupo. Y somos nosotros mismos los que sentenciamos una situación con desenlaces fatales sin evitarlo. Porque la sociedad nos dice que es mejor no hacer nada para no sufrir daños, para proteger nuestra integridad física y psíquica. Pero, ¿qué pasa con el otro? ¿Qué sucede con el sufrimiento de la otra persona? ¿Esa que está dentro del conflicto pidiéndonos ayuda? Nada, porque nosotros miramos hacia otro lado. Porque corazón que no ve es corazón que no siente. ¿O no?
William Golding, premio Nobel de literatura en 1983, en El Señor de las Moscas, refleja esta panorámica basándose en un grupo de niños que quedan atrapados en una isla desierta y, a la hora de organizarse comienzan los conflictos entre ellos, generándose los papeles de agresor, agredido y grupo desencandenando situaciones inesperadas con finales dramáticos y sorpresivos.
Lectura obligatoria para hacernos recapacitar de qué papel ocupamos en la sociedad y de cómo podríamos recuperar el control de lo que somos. ¿Lo lees?
Aprendemos, desde edades muy tempranas, a poner y ponernos límites en cuanto a logros se refiere.
Esto ya no puedo hacerlo. Aquello no es para mí. No. Ya no.
Nuestra excusa es, a veces, la edad, a veces la necesidad de no vernos envueltos en un ridículo extremo que nos marque en el rostro la marca del fracaso por no haber conseguido aquello que intentamos, aquello que ansiamos y que ya se nos hace inalcanzable. Pero, ¿qué hay de aquello de más vale intentarlo que desearlo? ¿Y de eso de tropezarse tres veces y levantarse cuatro?
La evolución de la mente es la que nos hace entablar un nuevo renacer en nuestra alma y, así, aumentamos las posibilidades para derribar las barreras que nos tienen sujetos, presos en nuestros miedos al fracaso, a esos lastres que nos hacen, una y otra vez, mirar hacia otro lado. A dejar atrás lo realmente importante. Nuestro yo.
Y para evolucionar hay que creer en uno mismo, en la capacidad que tenemos de imaginar y hacer realidad esos sueños. Porque sí, todo el mundo puede hacerlo.
Luís Sepúlveda en Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar nos narra la incapacidad de una pequeña gaviota para volar después de aferrarse a la barrera más impenetrable de que poseemos los seres vivos: nuestros propios miedos. Esos límites que hacen que una gaviota no pueda volar. Pero en su camino se encontrará con varias amistades que marcarán su existencia, como la del gato Zorbas, cuidador impertérrito de la pequeña gaviota que, sabiendo aún los miedos de ésta, la enseñará a usar sus alas para llegar a donde tenga que hacerlo. Porque, al fin y al cabo, él es un gato. Y, ¿qué sabe un gato de volar?
Fábula de superación y enseñanza en la que se superan las barreras para lo que, supuestamente, estamos predestinados. Yo puedo hacer todo lo que me proponga, ¿y tú? ¿Por qué no lo intentas?
Tenemos la certeza de que nuestra vida es, aparentemente, normal. Una rutina diaria, sin complejos atajos ni quebraderos de cabeza. Eso es lo que nos hace adaptarnos a nuestro tiempo, a nuestra familia, amigos, trabajo.
Buscamos normalidad. Serenidad.
A veces no valoramos en demasía nuestra rutina por estar dentro de una línea, por no tener ningún aliciente o sorpresa intrínseca en ella. Por no salirnos de la norma. Y deseamos que pase algo distinto, algo que marque para siempre ese momento en concreto, esa existencia que consideramos, en ocasiones, tediosa.
¿Y si ese momento llegara? De repente alguien nos arrebata esa rutina perfecta que ya tenemos tan arraigada y nos priva de todo lo que hoy conocemos dejándonos solas con nosotras mismas, albergando la posibilidad (aunque remota) de rozar la locura por no saber si quiera qué es lo que está sucediendo.
Y en esos momentos sólo podemos pensar en nuestros seres queridos: madre, padre, hijos, parejas… ¿Qué será de su rutinaria vida? ¿La habrán modificado por la desaparición de la nuestra o, por el contrario, no cambiarán ni un ápice las costumbres ya establecidas en sus horarios aprendidos?
Roberto Martínez en Siete libros para Eva nos muestra que, tras la desaparición de una chica de un pueblo pequeño como Cea, cada persona se muestra tal y como es y, es en esos momentos tan críticos donde se pone de manifiesto la propia personalidad. ¿Seríamos capaces de mostrarnos ajenos al dolor o, hay algo que cambia en nuestro interior?
Cuando ocurre una situación tan crítica cambiamos tanto por dentro que, cuando nos encontramos a nosotros mismos tenemos miedo de ver la verdad. ¿No crees?
Desde mis más tiernos quince años recuerdo cómo Internet ha formado parte de mi existencia. Al principio, con conexiones fugaces y problemáticas entre idas y venidas de la musiquita que nos abría el paso a los nuevos mundos. Más tarde, con la precisión y rapidez que nos dejan los nuevos routers con Wifi incorporado.
Y es que es cierto. Internet nos hace la vida más fácil. Nos hace realidad todo lo que logramos imaginar.
Hacer la compra, reservar un hotel, adquirir entradas para un concierto, conversar con amigos, quedar con alguien, leer, trabajar, contrastar la última información recibida, gestionar matrículas, estudiar… Todas estas acciones que realizamos mediante conexiones a Internet, se tornarían en arduas tareas al realizarlas sin conexión.
Recuerdo esas colas interminables para llegar a una ventanilla e intentar matricularte en la Facultad de Filología en donde siempre faltaban impresos por rellenar, fotografías que nombrar o créditos que pagar. Tardábamos una mañana entera (o dos) en realizar una misma gestión. Ahora, con un par de clics en la pantalla, estaremos matriculados en la carrera deseada, comprando el último libro de ese autor que nos apasiona y reservando la suite del hotel más lujoso de la ciudad. Y sólo habiendo gastado unos minutos de tu tiempo. Porque es así. Internet nos ha regalado tiempo.
Tiempo para nosotros y nuestras familias, tiempo para invertirlo en descanso. Tiempo que ahora sí podemos recuperar. Pero, la parte más oscura es que no todo el mundo gana. Porque ese tiempo que se empeñan en regalarnos, nosotros mismos lo volvemos a invertir en esas conexiones superficiales.
Y jugamos al primer videojuego de moda y volvemos a comprar compulsivamente en la tienda más barata de la red. Nos perdemos los mejores momentos de nuestra vida por esa pantalla resplandeciente entre las manos, ese sonido de notificación que nos saca del beso más apasionado, de la lectura de nuestro mejor libro, de los primeros pasos de nuestro bebé. Porque Internet nos cambia la vida a mejor y a peor, según se mire.
Nina Minina en su novela Alicia en el país sin Wifi, nos narra, de una manea cómica y, a veces, arrabalera, la vida de Alicia Garrido cuando, sin saber cómo ni por qué, se ve inmiscuida en una trama que sucede en un pueblo perdido de La Mancha en el que, por más que busque, no habrá conexión a Internet.
Novela con toques de humor, altas dosis de amor y sexo desmedido apta para un buen rato de desconexión con la realidad y disfrutar, de una forma sana, de una lectura realmente fácil y sin complicaciones. ¿Serás capaz de pasar las siguientes horas sin red?
Cada días nos relacionamos con las personas que nos rodean, bien sea para brindarles un mero saludo o, para poder conversar alegremente con ellas. Es así, somos seres sociales.
Nuestra conciencia social nos hace pensar en el prójimo y concretar qué sería más apropiado decir o qué sería bueno hacer para mantener una relación cordial con ellos.
Algunas veces nos supone un esfuerzo tener que socializar con esa persona que nos saca de quicio. Otras veces es gratificante ese momento en común. Porque somos sociales. Y por ese motivo nuestras casas están construidas en forma de máxima relación posible con nuestro vecino, ya sean unifamiliarmente como multifamiliar.
¿Quién no sabe (o cree saber) lo que sucede en el piso contiguo al suyo? ¿Quién no ha vivido un episodio sorprendente con su vecina o vecino de bloque? ¿Quién no sabe algún rumor avergonzante del vecino del quinto?
Eugenia Dalmau nos narra en La vecina del tercero derecha la vida de Violeta en constante relación con sus vecinos del bloque de uno de los barrios más céntricos de Valencia en donde el misterio y los trapos sucios afloran con todo su esplendor. Todo comienza con la muerte de uno de los vecinos del bloque, Enrique Giner, el cual desencadenará una serie de acontecimientos misteriosos por los que todos los vecinos del distinguido bloque no podrán confiar en ellos mismos.
Una novela con toques de humor y misterio con esa normalidad tan remota, al mismo tiempo nos hace plantearnos si esa cotidianidad en la que vivimos es real o si cada familia esconde un misterio por sacar a la luz. ¿Es nuestro vecino el quien dice ser? ¿Lo es el tuyo? ¿Lo eres tú?
Los sueños. Algo íntimo. Tan personal que nos sentimos invadidos si salen a la luz.
No soy de las que cuenta hasta el último resquicio de su alma. No. Pero nos rondan los sueños. Haciéndolos mágicos: cuando volamos, cuando somos las heroínas de tu vida. Eróticos, en los que los límites de la realidad se desvanecen para que suceda todo lo que imagines. Los macabros, que reviven una y otra vez ese sentimiento de angustia existente: perder a un hijo o la propia muerte.
Aunque sólo son sueños. Irrealidades parte de un yo tan íntimo que, a veces, nos ruborizamos sólo al pensar en que puedan descubrir sus realidades existentes. Pero nada más. Ya.
Un sueño no es realidad. Es esa parte rebelde que evoca nuestro subconciente. ¿O no?
La muerte, como género persistente en la novela negra. Ese género inmediato que produce las más sinceras expresiones de sorpresa cuando seguimos leyendo las páginas del libro en el que estamos inmersas. Esa incredulidad solitaria que sólo tú entiendes, esa mirada crítica que cambia con el paso de una página.
Michael Connelly consigue esa mano furtiva en la boca tapando la sorpresa, esos ojos desorbitados cuando acaba el capítulo. Con La oscuridad de los sueños vuelve a involucrar al periodista de sucesos, Jack McEvoy y a la agente del FBI Rachel Walling en una trama que no nos deja indiferentes. Pero en este caso se mezcla lo real y lo irreal en la mente de un macabro asesino que hará lo posible por mantener el control pero, ¿lo conseguirá?
Hay veces que la realidad supera la ficción. ¿Son sólo sueños?
Todos creamos la banda sonora (bso) de nuestras vidas con las experiencias que vamos haciendo, que vamos viviendo. ¿Quién no ha rememorado alguna vez algún episodio de su existencia con esa melodía resonando en nuestra cabeza?
Recuerdo hechos de mi vida y siempre lo hago con unos acordes de fondo. Casi siempre suenan las canciones que más escuchamos, las canciones a las que más afecto tenemos. Las que nos hacen ser nosotras mismas.
El rock. Es lo que me hace ser tan yo. Deja fluir mis pensamientos, mi creatividad. Cuando escucho música, todo es posible. Desde cocinar algún plato imposible (no es mi fuerte la cocina) hasta la creación de una de las mejores canciones de mi existencia, la composición de algún relato mágico que dejará su huella en mí. O en ti.
El autor Armando Vega-Gil, fundador del mítico grupo mexicano Botellita de Jerez, nos muestra en La música de las esferas, cómo comienza su iniciación en la música a través de episodios autobiográficos y relatos cortos en los que, como no, la música es la protagonista de todo. La magia. Su inspiración.
Nos llevará a pasear entre su niñez, a múltiples zonas de México. Conoceremos sus instrumentos como compañeros de batallas, de familia. Hablaremos con distintos músicos mexicanos en su relación más íntima, sabremos cómo fueron los comienzos de Los Botellos, sus relaciones personales, sus canciones míticas: El Charrocanrol. Su vida. Su persona. Su genio.
Lamentablemente, Armando Vega-Gil, nos dejó el 1 de abril de este año pero su memoria, su arte, su persona vivirá entre sus libros, sus canciones, sus relatos. Su trabajo. Su ser.
Maestro. Gracias por existir, como dijo aquel. DEP.
Después de vivir una mala experiencia ya sea en el ámbito amoroso, profesional, familiar, necesitamos una pausa, un momento para desconectar. Un momento para pensar. Necesitamos un cambio que suponga una nueva perspectiva porque, lo único que tenemos claro es que todo tiene que cambiar. Para bien. Para ti. Para mí.
Y, de repente una luz se presenta ante nosotros como una nueva oportunidad de dejar atrás los fantasmas que nos rondan noche y día. Nos dedicamos a ella en cuerpo y alma pero, ¿qué pasa si esa situación nos envuelve hasta ser parte de nosotros? ¿Qué pasa si llega a ser más fuerte que lo que queremos dejar atrás?
Haruki Murakami nos muestra en La muerte del Comendador, la vida del protagonista, del cual no conocemos su identidad, que huye de una mala relación que termina de una forma un tanto inesperada y, queriendo evadirse de todo lo que le rodea, pedirá ayuda a un compañero de adolescencia el cual terminará alojándolo en la casa de su padre, una casa rústica en plena montaña. En ella aún viven los recuerdos intactos de ese pintor de renombre y, nuestro protagonista se verá arrastrado por el misterio que contiene uno de los cuadros y, es a partir de ese momento en el cual, Murakami, haciendo uso de su técnica infalibre, nos envolverá con ese toque de magia e irrealidad verdadera, en un mundo de paradojas y metáforas continuas, en esa trama imposible que acabará formando parte de nosotros.
Al entrar en este mundo ilógico y tan real, ¿sabrás apreciar la verdad o, por el contrario, será difícil confirmar la diferencia? ¿Será esto real? ¿o no?.