Aprendemos, desde edades muy tempranas, a poner y ponernos límites en cuanto a logros se refiere.
Esto ya no puedo hacerlo. Aquello no es para mí. No. Ya no.
Nuestra excusa es, a veces, la edad, a veces la necesidad de no vernos envueltos en un ridículo extremo que nos marque en el rostro la marca del fracaso por no haber conseguido aquello que intentamos, aquello que ansiamos y que ya se nos hace inalcanzable. Pero, ¿qué hay de aquello de más vale intentarlo que desearlo? ¿Y de eso de tropezarse tres veces y levantarse cuatro?
La evolución de la mente es la que nos hace entablar un nuevo renacer en nuestra alma y, así, aumentamos las posibilidades para derribar las barreras que nos tienen sujetos, presos en nuestros miedos al fracaso, a esos lastres que nos hacen, una y otra vez, mirar hacia otro lado. A dejar atrás lo realmente importante. Nuestro yo.
Y para evolucionar hay que creer en uno mismo, en la capacidad que tenemos de imaginar y hacer realidad esos sueños. Porque sí, todo el mundo puede hacerlo.
Luís Sepúlveda en Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar nos narra la incapacidad de una pequeña gaviota para volar después de aferrarse a la barrera más impenetrable de que poseemos los seres vivos: nuestros propios miedos. Esos límites que hacen que una gaviota no pueda volar. Pero en su camino se encontrará con varias amistades que marcarán su existencia, como la del gato Zorbas, cuidador impertérrito de la pequeña gaviota que, sabiendo aún los miedos de ésta, la enseñará a usar sus alas para llegar a donde tenga que hacerlo. Porque, al fin y al cabo, él es un gato. Y, ¿qué sabe un gato de volar?
Fábula de superación y enseñanza en la que se superan las barreras para lo que, supuestamente, estamos predestinados. Yo puedo hacer todo lo que me proponga, ¿y tú? ¿Por qué no lo intentas?